Capítulo 7 – EL JÚBILO DEL CUERPO: LA CARNE SALVAJE

CAPITULO 7
El júbilo del cuerpo:
La carne salvaje

Me fascina la forma en que los lobos chocan unos con otros cuando corren y juegan, los lobos viejos a su manera, los jóvenes a la suya, los flacos, los patilargos, los rabicortos, los de orejas colgantes, aquellos cuyas fracturadas extremidades se soldaron torcidas. Todos tienen sus propias configuraciones y fuerza corporal, su propia belleza. Viven y juegan de acuerdo con lo que son, quiénes son y cómo son. No fingen ser lo que no son.

Allá arriba en el norte vi una vez una vieja loba que sólo tenía tres patas; era la única que podía pasar a través de una grieta donde crecían los arándanos. Otra vez vi a una loba gris agacharse y pegar un brinco tan rápido que, por un segundo, dejó la imagen de un arco de plata en el aire. Recuerdo a una muy delicada, una recién parida todavía con el vientre deformado, pisando el musgo del borde del estanque con la gracia de una bailarina.

Y, sin embargo, a pesar de su belleza y de su capacidad para conservar la fuerza, a las lobas se les habla a veces de la siguiente guisa: «Estás demasiado hambrienta, tienes unos dientes demasiado afilados, tus apetitos son demasiado interesados.» Tal como ocurre con las lobas, a veces se habla de las mujeres como si sólo un cierto temperamento, sólo un cierto apetito moderado fuera aceptable. A lo cual se añade con harta frecuencia un juicio sobre la bondad o la maldad mortal de la mujer según su tamaño, estatura, andares y forma se ajusten o no a un singular y selecto ideal. Cuando se relega a las mujeres a los estados de ánimo, gestos y perfiles que sólo coinciden con un único ideal de belleza y conducta, se las aprisiona en cuerpo y alma y ya no son libres.

En la psique instintiva, el cuerpo se considera un sensor, una red de información, un mensajero con una miríada de sistemas de comunicación: cardiovascular, respiratorio, esquelético, autónomo y también emotivo e intuitivo. En el mundo imaginativo el cuerpo es un poderoso vehículo, un espíritu que vive con nosotros, una oración de la vida por derecho propio. En los cuentos de hadas, el cuerpo personificado en los objetos mágicos que poseen cualidades y poderes sobrehumanos, se presenta dotado de dos juegos de orejas, uno para oír el mundo material y otro para oír el alma; dos juegos de ojos, uno para la visión normal y otro para la clarividencia; dos clases de fuerza, la fuerza de los músculos y la fuerza invencible del alma. La lista de los dobles elementos del cuerpo es interminable.

En los sistemas de desarrollo corporal como el método Feldenkreis, el Ayurveda y otros, se considera que el cuerpo está dotado de seis sentidos en lugar de cinco. El cuerpo utiliza la piel, las fascias profundas y la carne para registrar todo lo que ocurre a su alrededor. Para quienes saben leerlo, el cuerpo es, como la piedra de Rosetta, un registro viviente de la vida entregada, la vida arrebatada, la vida esperada y la vida sanada. Se valora por su capacidad de reacción inmediata, su profunda sensibilidad y su previsión.

El cuerpo es un ser multilingüe. Habla a través de su color y su temperatura, el ardor del reconocimiento, el resplandor del amor, la ceniza del dolor, el calor de la excitación, la frialdad, la desconfianza. Habla a través de su diminuta y constante danza, a veces balanceándose, otras moviéndose con nerviosismo y otras con temblores. Habla a —través de los vuelcos del corazón, el desánimo, el abismo central y el renacimiento, de a esperanza.

El cuerpo recuerda, los huesos recuerdan, las articulaciones recuerdan y hasta el dedo meñique recuerda. El recuerdo se aloja en las imágenes y en las sensaciones de las células. Como ocurre con una esponja empapada en agua, dondequiera que la carne se comprima, se estruje e incluso se roce ligeramente, el recuerdo puede surgir como un manantial.

Reducir la belleza y el valor del cuerpo a cualquier cosa que sea inferior a esta magnificencia es obligar al cuerpo a vivir sin el espíritu, la forma y la exultación que le corresponden. Ser considerado feo o inaceptable por el hecho de que la propia belleza esté al imagen de la moda actual hiere profundamente el júbilo natural que es propio de la naturaleza salvaje.

Las mujeres tienen buenos motivos para rechazar los modelos psicológicos y físicos que ofenden el espíritu y cortan la relación con el alma salvaje. Está claro que la naturaleza instintiva de las mujeres valora el cuerpo y el espíritu mucho más por su vitalidad, capacidad de reacción y resistencia que por cualquier detalle de su aspecto. Lo cual no significa rechazar a la persona o el objeto que es considerado bello por algún segmento de la cultura sino trazar un círculo más amplio que abarca todas las variedades de belleza, forma y función.

El lenguaje corporal

Una vez formé con una amiga mía un tándem de narración de cuentos llamado «Lenguaje corporal», destinado a descubrir las virtudes ancestrales de nuestros parientes y amigos. Opalanga es una griot afroamericana tan alta y delgada como un tejo. Yo soy una mexicana, tengo una hechura muy terrenal y abundantes carnes. Aparte el hecho de ser objeto de burla por su estatura, de niña le decían a Opalanga que la separación entre sus dientes frontales significaba que era una mentirosa. Y a mí me decían que la forma y el tamaño de mi cuerpo significaban que era inferior y carecía de autocontrol. En nuestros relatos sobre el cuerpo hablábamos de las pedradas y las flechas que nos habían arrojado a lo largo de nuestras vidas porque, según los grandes «ellos», nuestros cuerpos tenían demasiado de esto y demasiado poco de lo otro. En nuestros relatos entonábamos un canto de duelo por los cuerpos de los que no nos estaba permitido gozar. Nos balanceábamos, bailábamos y nos mirábamos. Cada una de nosotras pensaba que la otra era tan hermosa y misteriosa que nos parecía imposible que los demás no lo creyeran así.

Qué sorpresa me llevé al enterarme de que, de mayor, ella había viajado a Gambia en África Occidental y había conocido a algunos representantes de su pueblo ancestral en cuya tribu, mira por dónde, muchas personas eran tan altas y delgadas como los tejos y tenían los dientes frontales separados. Aquella separación, le explicaron, se llamaba Sakaya Yallah, es decir, la «abertura de Dios» y se consideraba una señal de sabiduría.

Y qué sorpresa se llevó ella al decirle yo que de mayor había viajado al istmo de Tehuantepec en México y había conocido a algunos representantes de m¡ pueblo ancestral, los cuales, mira por dónde, eran una tribu de coquetas y gigantescas mujeres de fuerte cuerpo y considerable volumen. Éstas me dieron unas palmadas (1) y me palparon, comentando descaradamente que no estaba lo bastante gorda. ¿Comía lo suficiente? ¿ Había estado enferma? Tenía que esforzarme en engordar, me explicaron, ya que las mujeres son la Tierra y son redondas como ella, pues la tierra abarca muchas cosas (2).

Por consiguiente, en la representación, al igual que en nuestras vidas, nuestras historias personales, que habían empezando siendo opresivas y deprimentes a la vez, terminaban con alegría y un fuerte sentido del yo. Opalanga comprende que su estatura es su belleza, su sonrisa es la de la sabiduría y la voz de Dios está siempre cerca de sus labios. Y yo comprendo que mi cuerpo no está separado de la tierra, que mis pies están hechos para asentarse firmemente en el suelo y mi cuerpo es un recipiente destinado a contener muchas cosas. Gracias a unos pueblos poderosos no pertenecientes a nuestra cultura de Estados Unidos, aprendimos a atribuir un nuevo valor al cuerpo y a rechazar las ideas y el lenguaje que insultaban el misterio del cuerpo o ignoraban el cuerpo femenino como instrumento de sabiduría (3).

Experimentar un profundo placer en un mundo lleno de muchas clases de belleza es una alegría de la vida, a la cual todas las mujeres tienen derecho. Aprobar sólo una clase de belleza equivale en cierto modo a no prestar atención a la naturaleza. No puede haber un solo canto de pájaro, una sola clase de pino, una sola clase de lobo. No puede haber una sola clase de niño, de hombre o de mujer. No puede haber una sola clase de pecho, de cintura o de piel.

Mis experiencias con las voluminosas mujeres de México me indujeron a poner en tela de juicio toda una serie de premisas analíticas acerca de los distintos tamaños y formas y en especial los pesos de las mujeres. Una antigua premisa psicológica en particular se me antojaba grotescamente equivocada: la idea según la cual todas las mujeres voluminosas tienen hambre de algo; la idea según la cual «dentro de ellas hay una persona delgada que está pidiendo a gritos salir». Cuando le comenté esta metáfora de la «mujer delgada que gritaba» a una de las majestuosas mujeres de la tribu tehuana, ella me miró con cierta alarma. ¿Me estaba refiriendo acaso a la posesión de un mal espíritu?’ (4) ¿Quién hubiera podido tener empeño en poner una cosa tan mala en el interior de una mujer?», me preguntó. No acertaba a comprender que los «curanderos» o cualquier otra persona pudiera pensar que una mujer tenía en su interior a una mujer que gritaba por el simple hecho de estar naturalmente gorda.

A pesar de que los trastornos alimenticios compulsivos y destructivos que deforman el tamaño y la imagen del cuerpo son reales y trágicos, no suelen ser la norma en la mayoría de las mujeres. Lo más probable es que las mujeres que son gordas o delgadas, anchas o estrechas, altas o bajas lo sean simplemente por haber heredado la colifi0_ ración corporal de su familia; y, si no de su familia inmediata, de los miembros de una o dos generaciones anteriores. Despreciar o juzgar negativamente el aspecto físico heredado de una mujer es crear una generación tras otra de mujeres angustiadas y neuróticas. Emitir juicios destructivos y excluyentes acerca de la forma heredada de una mujer equivale a despojarla de toda una serie de importantes y valiosos tesoros psicológicos y espirituales. La despoja del orgullo del tipo corporal que ha recibido de su linaje ancestral. Si la enseñan a despreciar su herencia corporal, la mujer se sentirá inmediatamente privad de su identificación corporal femenina con el resto de la familia.

Si la enseñan a odiar su propio cuerpo, ¿cómo podrá amar el cuerpo de su madre que posee la misma configuración que el suyo (5), el de su abuela y los de sus hijas? ¿Cómo puede amar los cuerpos de otras mujeres (y de otros hombres) próximos a ella que han heredado las formas y las configuraciones corporales de sus antepasados? Atacar de esta manera a una mujer destruye su justo orgullo de pertenencia a su propio pueblo y la priva del natural y airoso ritmo que siente en su cuerpo cualquiera que sea su estatura, tamaño o forma. En el fondo, el y ataque a los cuerpos de las mujeres es un ataque de largo alcance a la que las han precedido y a las que las sucederán (6).

Los severos comentarios acerca de la aceptabilidad del cuerpo crean una nación de altas muchachas encorvadas, mujeres bajitas sobre zancos, mujeres voluminosas vestidas como de luto, mujeres muy delgadas empeñadas en hincharse como víboras y toda una serie de mujeres disfrazadas. Destruir la cohesión instintiva de una mujer con su cuerpo natural la priva de su confianza, la induce a preguntarse si es o no una buena persona y a basar el valor que ella misma se atribuye no en quién es sino en lo que parece. La obliga a emplear su energía en preocuparse por la cantidad de alimento que ha comido o las lecturas de la báscula y las medidas de la cinta métrica. La obliga a preocuparse Y colorea todo lo que hace, planifica y espera. En el mundo instintivo es impensable que una mujer viva preocupada de esta manera por su aspecto.

Es absolutamente lógico que una mujer se mantenga sana y fuerte Y que procure alimentar su cuerpo lo mejor que pueda (7). Pero no tengo más remedio que reconocer que en el interior de muchas mujeres hay una «hambrienta». Sin embargo, más que hambrientas de poseer un cierto tamaño, una cierta forma o estatura o de encajar con un determinado estereotipo, las mujeres están hambrientas de recibir una consideración básica por parte de la cultura que las rodea. La «hambrienta» del interior está deseando ser tratada con respeto, ser aceptada (8) y, por lo menos, ser acogida sin necesidad de que encaje en un estereotipo. Si existe realmente una mujer que está «pidiendo a gritos» salir, lo que pide a gritos es que terminen las irrespetuosas proyecciones de otras personas sobre su cuerpo, su rostro o su edad.

La patologización de la variedad de los cuerpos femeninos es un arraigado prejuicio compartido por muchos teóricos de la psicología, y con toda certeza por Freud. En su libro sobre su padre Sigmund, por ejemplo, Martin Freud explica que toda su familia despreciaba, y ridiculizaba a las personas gruesas (9). Los motivos de las opiniones de Freud rebasan el propósito de este libro; no obstante, cuesta entender que semejante actitud pudiera corresponder a una opinión equilibrada acerca de los cuerpos femeninos.

Baste señalar, sin embargo, que distintos psicólogos siguen transmitiendo este prejuicio contra el cuerpo natural y animan a las mujeres a controlar constantemente su cuerpo, privándolas con ello de unas mejores y más profundas relaciones con la forma que han recibido. La angustia acerca del cuerpo priva a la mujer de buena parte de su vida creativa y le impide prestar atención a otras cosas.

Esta invitación a esculpir el cuerpo es extremadamente parecida a la tarea de desterronar, quemar y eliminar las capas de carne de la tierra hasta dejarla en los huesos. Cuando hay una herida en la psique y el cuerpo de las mujeres, hay una correspondiente herida en el mismo lugar de la cultura y, en último extremo, en la propia naturaleza. En una auténtica psicología holística todos los mundos se consideran interdependientes, no entidades separadas. No es de extrañar que en nuestra cultura se plantee la cuestión del modelado del cuerpo natural de la mujer y se plantee la correspondiente cuestión del modelado del paisaje y también el de algunos sectores de la cultura para su adaptación a la moda. Aunque no esté en las manos de la mujer impedir la disección de la cultura y de las tierras de la noche a la mañana, sí puede evitar hacer lo mismo en su cuerpo.

La naturaleza salvaje jamás ahogaría por la tortura del cuerpo, la cultura o la tierra. La naturaleza salvaje jamás accedería a vulnerar la forma para demostrar valor, «dominio» y carácter o para ser más visualmente agradable o más valiosa desde el punto de vista económico.

Una mujer no puede conseguir que la cultura adquiera más conciencia diciéndole: «Cambia.» Pero puede cambiar su propia actitud hacia sí misma y hacer que las proyecciones despectivas le resbalen. Eso se consigue recuperando el propio cuerpo, conservando la alegría del cuerpo natural, rechazando la conocida quimera según la cual la felicidad sólo se otorga a quienes poseen una cierta configuración edad, actuando con decisión y de inmediato recuperando la verdadera vida y viviéndola a tope. Esta dinámica autoaceptación y autoestima son los medios con los cuales se pueden empezar a cambiar las actitudes de la cultura.

El cuerpo en los cuentos de hadas

Hay muchos mitos y cuentos de hadas que describen las debilidades y el carácter salvaje del cuerpo. Tenemos al griego Hefesto, el tullido trabajador de metales preciosos; al mexicano Hartar, el del doble cuerpo; a Venus nacida de la espuma del mar; a las mujeres de la Montaña Gigante, cortejadas por su fuerza; a Pulgarcita, que puede viajar por arte de magia por doquier; y a muchos más.

En los cuentos de hadas ciertos objetos mágicos tienen unos poderes de transporte y percepción que constituyen unas metáforas muy acertadas del cuerpo, como, por ejemplo, la hoja mágica, la alfombra mágica, la nube. A veces, las capas, los zapatos, los escudos, los sombreros y los yelmos confieren el poder de la invisibilidad, de una fuerza superior, de la previsión, etc. Son parientes arquetípicos. Cada uno de ellos permite que el cuerpo físico disfrute de una mayor perspicacia, de un oído más fino, de la capacidad de volar o de una mayor protección para la psique y el alma.

Antes del invento de los carruajes, los coches y los carros, antes de la domesticación de los animales de tiro y de monta, parece ser que el elemento que representaba el cuerpo sagrado era el objeto mágico. Las prendas de vestir, los amuletos, los talismanes y otros objetos, cuando se utilizaban de una cierta manera, transportaban a la persona al otro lado del río o del mundo.

La alfombra mágica es un espléndido símbolo del valor sensorial y psíquico del cuerpo natural. Los cuentos de hadas en los que aparece el elemento de la alfombra mágica son un remedo de la actitud no demasiado—conciente de nuestra cultura con respecto al cuerpo. En un primer tiempo, la alfombra mágica se considera un objeto sin excesivo valor. Pero cuando los que se sientan en su aterciopelada superficie le dicen «Levántate», la alfombra tiembla inmediatamente, se eleva un Poco, permanece en suspenso en el aire y después, ¡zas!, se aleja volando y traslada a su ocupante a otro lugar, centro, punto de vista, a otra sabiduría (10). El cuerpo, por medio de su estado de excitación, de su conciencia y sus experiencias sensoriales —como, por ejemplo, escuchar música, oír la voz de un ser querido o aspirar los efluvios de un aroma determinado— tiene el poder de trasladarnos a otro lugar.

En los cuentos de hadas, como en los mitos, la alfombra constituye un medio de locomoción, pero de una clase especial… de una clase que nos permite ver el mundo por dentro y también la vida subterránea, P—n los cuentos de Oriente Medio es el vehículo que utilizan los chamanes en sus vuelos espirituales. El cuerpo no es un objeto mudo del que Pugnamos por librarnos. Visto en su adecuada perspectiva es una nave espacial, una serie de hojas de trébol atómicas, un revoltijo de ombligos neurológicos que conducen a otros mundos y otras experiencias.

Aparte de la alfombra mágica, el cuerpo está representado también por otros símbolos. Hay un cuento en el que aparecen tres; me lo proporcionó Fatah Kelly. Se titula simplemente «El cuento de la alfombra mágica» (11). En él un sultán envía a tres hermanos en busca del «objeto más bello de la tierra». Aquel de los hermanos que encuentre el mayor tesoro ganará todo un reino. Un hermano busca y trae una varita mágica de marfil por medio de la cual se puede ver cualquier cosa que uno desee. Otro hermano trae una manzana cuyo aroma es capaz de curar cualquier dolencia. El tercer hermano trae una alfombra mágica que puede trasladar a cualquier persona a cualquier lugar simplemente pensando en él.

—Bien pues, ¿qué es lo mejor? —pregunta el sultán———. ¿El poder de ver lo que uno quiera, el poder de sanar y restablecer o el poder de hacer volar el espíritu?

Uno a uno los hermanos ensalzan los objetos que han encontrado, Pero, al final, el sultán levanta la mano y sentencia: «Ninguno de ellos es mejor que el otro, pues, si faltara uno de ellos, los demás no servirían de nada. » Y el reino se reparte a partes iguales entre los hermanos.

El cuento lleva incrustadas unas imágenes poderosas que nos permiten entrever cómo es la verdadera vitalidad del cuerpo. Este cuento (y otros del mismo estilo) describe los fabulosos poderes de intuición, perspicacia y curación sensorial, y también el arrobamiento que encierra el cuerpo (12). Tendemos a pensar que el cuerpo es una especie de «otro» que cumple en cierto modo su función sin nuestra participación y que, si lo «tratamos» bien, nos hará «sentir a gusto». Muchas personas tratan su cuerpo como si fuera su esclavo o quizá lo tratan bien pero le exigen que cumpla sus deseos y caprichos como si en el fondo fuera su esclavo.

Algunos dicen que el alma facilita información al cuerpo. Pero imaginemos por un instante qué ocurriría si el cuerpo facilitara información al alma, la ayudara a adaptarse a la vida material, la analizara, la tradujera, le facilitara una hoja en blanco, tinta y una pluma con la cual pudiera escribir sobre nuestras vidas. ¿Y si, como en los cuentos de hadas de las formas cambiantes, el cuerpo fuera un dios por derecho propio, un maestro, un mentor, un guía oficial? ¿Qué Ocurriría entonces? ¿Es sensato pasarse toda la vida castigando a este maestro que tiene tantas cosas que dar y enseñar? ¿ Queremos pasarnos toda la vida dejando que otros quiten el mérito a nuestro cuerpo, lo juzguen y lo consideren defectuoso? ¿Somos lo bastante fuertes como para rechazar la línea telefónica compartida y escuchar con verdadero interés lo que dice el cuerpo como si éste fuera un ser poderoso y sagrado? (13)

La idea que en nuestra cultura se tiene del cuerpo como simple escultura es errónea. El cuerpo no es de mármol. No es ésa su finalidad. Su finalidad es proteger, contener, apoyar y encender el espíritu y el alma que lleva dentro, ser un receptáculo de la memoria, llenarnos de sentimiento, ése es el supremo alimento psíquico. Es elevarnos y propulsarnos, llenarnos de sentimiento para demostrar que existimos, que estamos aquí, darnos un fundamento, una fuerza y un peso. Es erróneo considerarlo un lugar que abandonamos para poder elevarnos hacia el espíritu. El cuerpo es el promotor de estas experiencias. sin el cuerpo no existirían las sensaciones del cruce de los umbrales, no existiría la sensación de elevación ni la de altura e ingravidez. Todo eso procede del cuerpo. El cuerpo es la plataforma de lanzamiento del cohete. En su cápsula el alma contempla a través de la ventanilla la misteriosa noche estrellada y se queda deslumbrada.

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El poder de las caderas

¿Qué es un cuerpo sano en el mundo instintivo? En su nivel más básico —el pecho, el vientre, cualquier lugar donde haya piel, cualquier lugar donde haya neuronas que transmiten las sensaciones—, la cuestión no es qué forma, qué tamaño, qué color, qué edad, sino ¿siente algo, funciona tal como tiene que funcionar, podemos reaccionar, percibimos su alcance, su espectro sensorial? ¿Tiene miedo, está paralizado por el dolor o el temor, anestesiado por antiguos traumas? ¿O acaso tiene su propia música, escucha como Baubo* a través del vientre y está mirando con sus muchas maneras de ver?

Yo viví a los veintitantos años dos experiencias decisivas, unas experiencias contrarias a todo lo que hasta entonces me habían enseñado acerca del cuerpo. Durante una concentración femenina de una semana de duración vi por la noche a la vera del fuego cerca de las calientes aguas termales a una mujer desnuda de unos treinta y cinco años; sus Pechos estaban fláccidos de tanto dar a luz y su vientre estaba surcado de estrías causadas por los embarazos. Yo era muy joven y recuerdo que me compadecí de las agresiones sufridas en su hermosa y delicada piel. Alguien estaba tocando unas maracas y unos tambores y ella se puso a bailar mientras su cabello, sus pechos, su piel y sus miembros se movían en distintas direcciones. Qué hermosa me pareció, qué llena de vida. Su gracia era conmovedora. Siempre me había fascinado la expresión «fuego en las ingles», pero aquella noche lo vi. Vi el poder de sus caderas. Vi lo que me habían enseñado a ignorar, el poder del cuerpo de una mujer cuando está animado por dentro. Casi tres décadas después, aún me parece verla bailar en la noche y aún me impresiona el poder de su cuerpo.

Mi segundo despertar tuvo por protagonista a una mujer mucho mayor. Sus anchas caderas tenían forma de pera, sus pechos era muy pequeños en comparación con ellas, tenía los muslos surcados por unas finas venitas moradas y una larga cicatriz de una grave intervención quirúrgica le rodeaba el cuerpo desde la caja torácica hasta la columna vertebral, cual sí fuera una mondadura circular como las que se hacen al pelar una manzana. El contorno de su cintura debía de medir más de un metro.

* Personaje de la mitología griega que ayudó a Deméter en Eleusis cuando la diosa buscaba a su hija Perséfone por todo el mundo. (N. de la T.)

En aquel momento me pareció un misterio que los hombres zumbaran a su alrededor como si fuera un panal de miel. Querían dar un bocado a sus muslos voluminosos, querían lamer la cicatriz, sostener su pecho en sus manos, apoyar las mejillas sobre sus venas en forma de arañas. Su sonrisa era deslumbradora, sus andares eran preciosos y, cuando miraba, sus ojos captaban realmente lo que veían. Entonces vi por segunda vez lo que me habían enseñado a ignorar, el poder que hay en el cuerpo. El poder cultural del cuerpo es su belleza, pero el poder que hay en el cuerpo es algo extremadamente insólito, pues casi todas las personas lo han alejado de sí con las torturas a que someten la carne o con la vergüenza que ésta les produce.

Bajo esta luz la mujer salvaje puede indagar en la numinosidad de su propio cuerpo, comprenderlo y verlo no como un peso que estamos obligadas a soportar durante toda la vida, no como una bestia de carga, mimada o no, que nos lleva por la vida sino como una serie de puertas, sueñas y poemas a través de los cuales podemos aprender y conocer toda suerte de cosas. En la psique salvaje, el cuerpo se considera un ser de pleno derecho, un ser que nos ama y que depende de nosotras y para el cual a veces somos una madre mientras que otras veces él es una madre para nosotras.

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La Mariposa

Para hablar del poder del cuerpo de otra manera, tengo que contar un cuento auténtico y bastante largo, por cierto.

Durante muchos años los turistas han cruzado en tropel el gran desierto americano, recorriendo a toda prisa el llamado «circuito espiritual»: el Monument Valley, el Cañón de Chaco, la Mesa Verde, Kayenta, el Cañón de Keams, el Painted Desert y el Cañón de Chelly. Echan un apresurado vistazo a la pelvis del Gran Cañón Madre, sacuden la cabeza, se encogen de hombros y regresan corriendo a casa para, al verano siguiente, volver a cruzar en tromba el desierto, mirar, mirar y observar un poco más.

Bajo este comportamiento subyace la misma hambre de experiencia numinosa que los seres humanos han experimentado desde tiempos inmemoriales. Pero a veces esta hambre se exacerba, pues muchas personas han perdido a sus antepasados (14). A menudo sólo conocen los nombres de sus abuelos. Han perdido en particular los relatos de la familia. Desde un punto de vista espiritual, esta situación produce tristeza y hambre. Muchos intentan recrear algo importante por el bien de su alma.

Durante años los turistas han acudido también a Puyé, una enorme y Polvorienta mesa que se encuentra en el centro de una extensión despoblada de Nuevo México. Allí los Anasazi, los antiguos, se llamaban antaño unos a otros a través de las mesas. Dicen que un mar prehistórico labró miles de sonrientes, lascivos y quejumbrosos ojos y bocas en las paredes rocosas de aquel lugar.

Los diné (navajos), los apaches Jicarilla, los utes del sur, los hopis, los zunis, los Santa Clara, los Santo Domingo, los laguna, los picuris y los tesuque, todas estas tribus del desierto se reúnen en aquel lugar. Y bailan para recobrar el pasado y convertirse de nuevo en los pinos que se utilizan para construir las estacas de las cabañas, en los venados, en las águilas y Katsinas, en todos los poderosos espíritus.

Y allí acuden los visitantes, muchos de ellos hambrientos de sus geno—mitos y separados de su placenta espiritual. Han olvidado también a sus antiguos dioses. Vienen a contemplar a los que no los han olvidado.

El camino que sube a Puyé fue construido para cascos de caballos y mocasines. Pero con el paso del tiempo los automóviles adquirieron más fuerza y ahora los habitantes de la zona y los visitantes acuden en toda suerte de coches, furgonetas, descapotables y camionetas. Los vehículos gimen y echan humo por la cuesta en un lento y polvoriento desfile.

Todos aparcan a troche y moche, a la buena de Dios, en los pedregosos collados. Al mediodía, en el borde de la mesa parece que haya habido un choque en cadena de miles de automóviles. Algunos aparcan junto a malvarrosas de metro ochenta de altura, pensando que, para bajar de sus vehículos, bastará con empujar las plantas. Pero las malvarrosas de cien años de antigüedad son como ancianas de hierro. Los que aparcan junto a ellas se quedan atrapados en el interior de sus automóviles.

Al mediodía el sol convierte el lugar en un horno sofocante. Todos caminan con el calzado recalentado, cargados con paraguas por si llueve (lloverá), sillas plegables de aluminio por si se cansan (se cansarán) y, si son visitantes, quizá con una cámara (si les permiten usarla) y unas sartas de carretes de película colgadas alrededor del cuello como ristras de ajos.

Los visitantes acuden allí esperando mil cosas distintas, desde 10 sagrado a lo profano. Acuden a ver algo que no todo el mundo podrá ver, una de las cosas más salva) es que existen, un numen viviente, la Mariposa:

El último acontecimiento del día es la Danza de la Mariposa. Todo el mundo espera con deleite esta danza de una sola persona. La interpreta una mujer, pero qué mujer. Cuando el sol se empieza a poner aparece un viejo resplandeciente con un traje turquesa de ceremonia de veinte kilos de peso. Con los altavoces chirriando como gallinas asustadas por la presencia de un halcón, susurra contra el micrófono cromado de los años treinta: «Y nuestra próxima danza será la Danza de la Mariposa.» Después se aleja renqueando y pisándose el dobladillo de sus pantalones vaqueros.

A diferencia de un espectáculo de ballet en el que en cuanto se anuncia la pieza se levanta el telón y los bailarines salen al escenario, allí en Puyé, como en otras danzas tribales, después del anuncio de la danza el intérprete puede tardar en aparecer desde veinte minutos hasta una eternidad. ¿Dónde están los artistas? Arreglando su caravana quizá. Las temperaturas de más de cuarenta grados son habituales y, por consiguiente, tienen que hacerse retoques de última hora en la pintura corporal cubierta de sudor. Si un cinturón de danza que hubiera pertenecido al abuelo del bailarín se rompiera camino del escenario, el bailarín no se presentaría, pues el espíritu del cinturón tendría que descansar. Los intérpretes tal vez se retrasan porque la radio Taos, KKIT (por Kit Carson) está transmitiendo una buena canción en «La hora india de Tony Lujan».

A veces un bailarín no oye el altavoz y tiene que ser avisado Por un mensajero a pie. Y además el bailarín siempre tiene que hablar con sus parientes mientras se dirige al lugar donde actúa y detenerse sin falta para que sus sobrinos y sobrinas le puedan echar un buen vistazo. Qué impresionados se quedan los chiquillos al ver a un gigantesco espíritu Katsina que se parece sospechosamente, un poquito por lo menos, a tío Tomás, o a una bailarina del maíz que se parece mucho a tía Yazie. Finalmente, cabe la posibilidad de que el bailarín aún se encuentre en la autopista de Tesuque, con las piernas colgando por encima de la cal .1 de una furgoneta de reparto cuyo silenciador tizna de negro el aire a lo largo de dos kilómetros mientras el viento sopla de cara.

Durante la emocionada espera de la Danza de la Mariposa todo el mundo habla de las doncellas mariposa y de la belleza de las muchachas zuni que danzaban ataviadas con un antiguo atuendo negro y rojo que dejaba un hombro al aire y se pintaban unos círculos de color rosa intenso en las mejillas. También se alaba a los jóvenes bailarines venado que bailaban con ramas de pino atados a los brazos y las piernas.

Pasa el tiempo.

Pasa.

Y pasa.

La gente hace tintinear las monedas en los bolsillos. Emite un siseo al aspirar aire a través de los dientes. Los visitantes están impacientes por ver a la maravillosa bailarina mariposa.

inesperadamente, cuando todo el mundo frunce el ceño en señal de aburrimiento, los tamborileros levantan los brazos y empiezan a tocar el ritmo de la mariposa sagrada y los cantores empiezan a llamar a gritos a los dioses para que intervengan.

Los visitantes que sueñan con la frágil belleza de una delicada mariposa experimentan un inevitable sobresalto cuando ven saltar a María Luján (15). Es gorda, decididamente gorda, como la Venus de Willendorf, como la Madre de los Días, como la mujer de proporciones heroicas que pintó Diego Rivera, la que construyó la Ciudad de México con un solo quiebro de la muñeca.

Y, además, María Luján es vieja, muy, muy vieja, como si hubiera regresado del polvo, tan vieja como el viejo río y como los viejos pinos que crecen en el lindero del bosque. Lleva un hombro al aire. Su manta negra y roja salta arriba y abajo con ella dentro. Su pesado cuerpo y sus huesudas piernas le confieren el aspecto de una araña que brinca, envuelta en un tamal.

Salta sobre un pie y después sobre el otro. Agita su abanico de Plumas hacia delante y hacia atrás. Es la Mariposa que llega para fortalecer a los débiles. Es alguien a quien casi todo el mundo consideraría débil: por la edad, por el hecho de representar a una mariposa, por ser mujer.

El cabello de la Doncella Mariposa llega hasta el suelo. Es de color gris piedra y tan abundante como diez gavillas de maíz. Y luce unas alas de mariposa como las que llevan los niños en las representaciones teatrales escolares. Sus caderas son como dos trémulos cestos de treinta kilos de capacidad y el carnoso repliegue de la parte superior de sus nalgas es lo bastante ancho como para que en ella se sienten dos niños.

Salta, salta y salta, pero no como un conejo sino con unas pisadas que dejan ecos.

«Estoy aquí, aquí, aquí…

«Estoy aquí, aquí, aquí…

«¡ Despertad todos, todos, todos!»

Agita su abanico de plumas arriba y abajo, derramando sobre la tierra y sobre el pueblo de la tierra el espíritu polinizador de la mariposa. Sus pulseras de caparazones de molusco suenan como los cascabeles de una serpiente y sus ligas adornadas con cascabeles tintinean como la lluvia. La sombra de su voluminoso vientre y de sus delgadas piernas baila de uno a otro lado del círculo. Sus pies levantan a su espalda unas pequeñas polvaredas.

Las tribus participan con actitud reverente. Pero algunos visitantes se miran unos a otros y murmuran: «¿Es eso? ¿Ésa es la Doncella Mariposa?» Están desconcertados y algunos incluso decepcionados. Parece que ya no recuerdan que el mundo espiritual es un lugar donde las lobas son mujeres, los osos son maridos y las viejas de considerables dimensiones son mariposas.

Sí, es bueno que la Mujer Salvaje/Mariposa sea vieja y gorda, pues lleva el mundo de las tormentas en un pecho y el mundo subterráneo en el otro. Su espalda es la curva del planeta Tierra con todas sus cosechas, sus alimentos y sus animales. Su nuca sostiene el amanecer y el ocaso. Su muslo izquierdo contiene todas las estacas de las cabañas indias, su muslo derecho contiene todas las lobas del mundo. Su vientre contiene todos los niños que nacerán en el mundo.

La Doncella Mariposa es la fuerza fertilizadora femenina. Transportando el polen de un lugar a otro, fecunda con fertilización cruzada tal como el alma fertiliza la mente con los sueños nocturnos y tal como los arquetipos fertilizan el mundo material. Ella es el centro. Une los contrarios, tomando un poco de aquí y poniéndolo allí. La transformación es así de sencilla. Eso es lo que ella enseña. Eso es lo que hace la mariposa. Eso es lo que hace el alma.

La Mariposa rectifica la errónea idea según la cual la transformación sólo está destinada a los atormentados, los santos o los extremadamente fuertes. El Yo no necesita transportar montañas para transformarse. Un poco es suficiente. Un poco da para mucho. La fuerza polinizadora sustituye el traslado de las montañas.

La Doncella Mariposa poliniza las almas de la tierra. Es más fácil de lo que tú piensas, dice. Agita su abanico de plumas y salta, pues el! derramando el polen espiritual sobre todos los presentes, los americanos nativos, los niños pequeños, los visitantes, todo el mundo. Utiliza todo su cuerpo como bendición, su viejo, frágil, voluminoso, paticorto, cuellicorto y manchado cuerpo. Ésta es la mujer unida a su naturaleza salvaje, la traductora de lo instintivo, la fuerza fertilizadora, la reparadora, la recordadora de las antiguas ideas. Es La voz mitológica. Es la personificación de la Mujer Salvaje.

La bailarina mariposa tiene que ser vieja porque representa el alma, que es vieja. Es ancha de muslos y ancha de trasero porque acarrea muchas cosas. Su cabello gris atestigua que ya no necesita respetar los tabús que impiden tocar a la gente. Está autorizada a tocar a todo el mundo: a los chicos, a los niños, a las mujeres, a las niñas, a los viejos, a los enfermos, a los muertos. La Mujer Mariposa puede tocar a todo el inundo. Tiene el privilegio de poder tocar finalmente a todo el mundo. Éste es su poder. Su cuerpo es el de la Mariposa.

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El cuerpo es como la tierra. Es una tierra en sí mismo. Y es tan vulnerable al exceso de edificaciones como cualquier paisaje, pues también está dividido en parcelas, aislado, sembrado de minas y privado de su poder. No es fácil reconvertir a la mujer salvaje mediante planes de remodelación. Para ella lo más importante no es cómo formar sino cómo sentir.

El pecho en todas sus formas desarrolla la función de sentir y alimentar. ¿Alimenta? ¿Siente? Es un buen pecho.

Las caderas son anchas y con razón, pues llevan dentro una satinada cuna de marfil para la nueva vida. Las caderas de una mujer son batangas para el cuerpo superior y el inferior; son pórticos, son un mullido cojín, asideros del amor, un lugar detrás del cual se pueden esconder los niños. Las piernas están destinadas a llevarnos y a veces a propulsarnos; son las poleas que nos ayudan a elevarnos, son un anillo para rodear al amante. No pueden ser demasiado esto o demasiado lo otro. Son lo que son.

En los cuerpos no hay ningún «tiene que ser». Lo importante no es el tamaño, la forma o los años y ni siquiera el hecho de tener un par de cada cosa, pues algunos no lo tienen. Lo importante desde el punto de vista salvaje es si el cuerpo siente, si tiene una buena conexión con el placer, con el corazón, con el alma, con lo salvaje. ¿Es feliz y está ,legre? ¿Puede moverse a su manera, bailar, menearse, oscilar, empujar? Es lo único que importa.

Cuando yo era pequeña, me llevaron a visitar el Museo de Historia Natural de Chicago. Allí vi las esculturas de Malvina Hoffman, docenas de esculturas de bronce oscuro de tamaño natural reunidas en una espaciosa sala. La artista había esculpido con visión salvaje cuerpos generalmente desnudos de personas de todo el mundo.

Derramaba su amor sobre la enjuta pantorrilla del cazador, los largos pechos de la madre con dos hijos mayores, los conos de carne del pecho de la virgen, las pelotas del viejo colgando hasta medio muslo, la nariz con unas ventanas más grandes que los ojos, la nariz curvada como el pico de un halcón, la nariz como un ángulo recto. Se había enamorado de las orejas tan grandes como semáforos y de las orejas que casi llegaban a la altura de la barbilla y de las que eran tan pequeñas como pacanas. Le encantaban cada uno de los cabellos enroscados como los cestos de las serpientes y cada uno de los cabellos ondulados como unas cintas que se desdoblaran o los cabellos lisos con—lo la hierba. Sentía el amor salvaje del cuerpo. Comprendía el poder que había en el cuerpo.

Ntozake Shange habla en su obra de para las chicas de color que han pensado en el suicidio cuando basta el arco iris (16). En la obra, la mujer de morado habla tras haber tratado con todas sus fuerzas de asumir todos los aspectos psíquicos y físicos de su persona que la cultura ignora o desprecia. Y se resume a sí misma en estas sabias y serenas palabras:

eso es lo que tengo…

poemas

grandes muslos

pequeñas tetas

y

muchísimo amor.

Éste es el poder del cuerpo, nuestro poder, el poder de la mujer salvaje. En los mitos y los cuentos de hadas las divinidades y otros grandes espíritus ponen a prueba los corazones de los seres humanos apareciéndose bajo distintas formas que ocultan su divinidad. Se presentan con túnicas, andrajos o fajas plateadas o con los pies cubiertos de barro. Se presentan con la piel tan oscura como la madera vieja o con escamas hechas de pétalos de rosa, con un aspecto tan frágil como el de los niños, como el de una vieja tan amarilla como las limas, como un hombre que no puede hablar o como un animal que habla. Los grandes poderes ponen a prueba a los seres humanos para averiguar si ya han aprendido a reconocer la grandeza del alma en todas sus múltiples formas.

La Mujer Salvaje se presenta con muchos tamaños, colores, formas y condiciones. Debemos permanecer atentas para poder reconocer el alma salvaje en todos sus múltiples disfraces.

NOTAS

1. Las mujeres tehuana dan palmadas y tocan no sólo a sus hijos y no sólo a sus hombres, sus abuelas y abuelos, no sólo a la comida, las prendas de vestir y los animales domésticos sino que también lo hacen entre sí. Es una cultura muy táctil que, al parecer, favorece el próspero desarrollo de sus miembros.

De igual modo, observando jugar a los lobos, vemos que se dan golpes entre sí en una especie de ondulante danza. El contacto de la piel comunica algo así como «Tú nos perteneces, nosotros nos pertenecemos».

2. Parece ser, a través de observaciones informales de distintos grupos nativos aislados, que, pese a la existencia de los solitarios de la tribu —que quizá sólo viven parcialmente en ella y no siguen necesariamente y en todo momento sus valores— los grupos centrales se aproximan respetuosamente a los varones y a las mujeres, independientemente de la forma, el tamaño y la edad. A veces se gastan bromas entre sí acerca de esto o de aquello, pero no lo hacen con maldad ni con ánimo excluyente. Este acercamiento al cuerpo, el sexo y la edad forma parte de una visión más amplia y de una forma de amor distinta.

3. Algunos han señalado que el respeto a los estilos de vida y a los valores «aborígenes, antiguos o vetustos» es una manifestación de sentimentalismo, una añoranza de tiempos pasados y una absurda fantasía de cuento de hadas. Y añaden que las mujeres de otros tiempos vivían una existencia muy dura, plagada de enfermedades, etc. Es cierto que las mujeres de los mundos pasado y presente tenían/tienen que trabajar muy duro y a menudo en condiciones de explotación, eran/son maltratadas y las enfermedades estaban/están muy extendidas. Todo eso es cierto y lo es también para los hombres.

Sin embargo, en los grupos nativos y entre mis gentes latinoamericanas y húngaras que son pueblos decididamente tribales, que forman clanes, crean tótems, hilan, tejen, plantan, cosen y procrean, compruebo que, por muy dura y difícil que sea la vida, los antiguos valores —aunque uno tenga que cavar para encontrarlos o tenga que volver a aprenderlos— existe un firme apoyo al alma y la psique. Muchas de las llamadas «costumbres antiguas» son una forma de alimento que jamás se deteriora y cuya cantidad aumenta cuanto más se utiliza.

Aunque hay una manera sagrada y profana de abordar las cosas, creo que el hecho de admirar o tratar de emular ciertas «costumbres antiguas» no es una forma de sentimentalismo sino más bien de sensatez. En muchos casos, el hecho de atacar el legado de los viejos valores espirituales es, una vez más, un intento de apartar a la mujer de los legados de su estirpe matrilineal. Es beneficioso para el alma aprender simultáneamente de la sabiduría pasada, del poder presente y del futuro de las ideas.

4. Si hubiera un «mal espíritu» en el cuerpo de las mujeres, estaría en buena parte introyectado por una cultura que siente un profundo desconcierto ante el cuerpo natural. Si bien es cierto que una mujer puede ser su peor enemigo, una niña no nace odiando su propio cuerpo sino que más bien se complace en descubrirlo y en usarlo tal como podemos ver al observar a una niña.

5. O su padre, que para el caso es lo mismo.

6. Durante años se ha escrito y divulgado una enorme cantidad de material acerca del tamaño y la configuración del cuerpo humano y del de las mujeres en particular. Con muy pocas excepciones, casi todos los escritos proceden de autores a quienes algunas configuraciones les resultan desagradables o repulsivas. También es importante averiguar lo que opinan tanto las mujeres que están mentalmente sanas cualquiera que sea su configuración corporal, como, sobre todo, las que están mentalmente sanas y tienen un tamaño considerable. Aunque no entra en el propósito de este libro, parece ser que «la mujer que grita en el interior del cuerpo» es en general una profunda proyección e introyección de la cultura. Se trata de algo que hay que examinar con mucho detenimiento desde el punto de vista de unos prejuicios culturales más profundos y unas patologías relacionadas con algo más que el tamaño como, por ejemplo, la hipertrófica sexualidad de la cultura, el hambre del alma, la estructura jerárquica y de castas en la configuración corporal, etc. Sería bueno tender por así decirlo a la cultura en el diván del psicoanalista.

7. Desde una perspectiva arquetípica, es posible que la obsesión por esculpir el cuerpo físico surja cuando el propio mundo o el mundo en general están tan descontrolados que los individuos intentan controlar en su lugar el pequeño territorio de sus cuerpos.

8. Aceptada en el sentido de la equiparación y también del cese de las burlas.

9. Martin Freud, Glory Reflected: Sigmund Freud, Man and Father (Nueva York, Vanguard Press, 1958).

10. En los cuentos de la alfombra mágica hay muchas descripciones distintas del estado de la alfombra: Era roja, azul, vieja, nueva, persa, de las Indias Orientales, procedía de Estambul, pertenecía a una menuda anciana que sólo la sacaba en… etc.

11. La alfombra mágica es un tema arquetípico fundamental en los cuentos prodigiosos del Oriente Medio. Uno de ellos se titula «La alfombra del príncipe Husein» y se parece mucho al «Cuento del príncipe Ahmed» de Las mil y una noches.

12. Hay en el cuerpo ciertas sustancias naturales, algunas de ellas muy bien documentadas como, por ejemplo, la serotonina, que, al parecer, producen una sensación de bienestar e incluso de euforia. Tradicionalmente los individuos alcanzan dichos estados por medio de la oración, la meditación, la contemplación, la perspicacia, el uso de la intuición, el trance hipnótico, la danza, ciertas actividades físicas, el canto y otros profundos estados del locus del alma.

13. En las investigaciones interculturales me han llamado la atención los grupos que son expulsados de la corriente principal y que, sin embargo, conservan e incluso refuerzan su integridad. Resulta fascinante observar cómo una y otra vez el grupo expulsado que conserva su dignidad suele ser admirado y buscado finalmente por parte de la misma corriente dominante que inicialmente lo había echado.

14. Una de las muchas maneras de perder el contacto consiste en no saber dónde están enterrados los familiares y amigos.

15. Seudónimo para proteger su intimidad.

16. Ntozake Shange, para las chicas de color que han pensado en el suicidio cuando basta el arco iris (Nueva York, Macmillan, 1976).

6 comentarios sobre “Capítulo 7 – EL JÚBILO DEL CUERPO: LA CARNE SALVAJE

  1. ¡Increíble! Justamente en Perú estamos viviendo la exclusión de etnias por parte de los gobernantes… soy de la sierra, de Huancayo específicamente y siempre me llamó la atención la discriminación en mi familia… la paterna por proceder de europeos «indiaban» a la familia materna y a los hijos nos «choleaban»… cuando vine a Lima se fijaban en la manera «cantada de hablar» y ¡claro! en lo rosado de las mejillas… siento que me liberé de todo complejo pero no disfruté de mi cuerpo ni en elk sexo ni en la maternidad…
    No me quejo, han pasado los años y hoy revalorizo mi cuerpo… gracias a mi psiquiatra (Dr. Cáceres), a la autora (bendita Dra Pinkola) y a Alwari que hace posible que pueda llegar a mi la lectura de este magnífico libro…
    Beatriz Menéndez

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    1. Aquí en España estamos viviendo una época de superficialidad superlativa. Por favor no os operéis del pecho. Queda duro, artificial.. Es un consejo que os doy. Recibidlo con amor..
      Y los hombres se depilan todo, se rizan hasta las pestañas..toman hormonas para muscularse..
      Aceptémonos tal como somos, para poder apreciar nuestra naturaleza salvaje, y conocernos mejor.
      Un fuerte abrazo a tod@s.
      Buen libro, enhorabuena!

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